Árboles

Árboles. Sabemos cómo nacen, cómo viven y hasta por qué se mueren.

Yo solo me pregunto si quieren hacerlo. Si quieren hacer lo que sea.

Si desean, si sufren, si mienten.

Me encantan los árboles, supervivientes a un destino inquebrantable y único. Árboles en los bordes de los caminos, en el blanco horizonte que dibuja la nieve que ahora cae sin cesar.

Un día, arriba en lo alto y en medio de la niebla, descubrí la figura inclinada de un pino. Cubierto de nieve y hielo no era difícil imaginarlo como si fuera una estatua moldeada por el viento de mil inviernos. Apenas cien metros por detrás y entre un fondo blanco de nubes, nieblas y nieve pude distinguir el perfil de su pareja. Allí estaban los dos, «vivos a la distancia justa para que se les colara el viento que les dejaba olerse, que les impedía tocarse«.

Aquella pareja de árboles me parecían, me parecen todavía hoy, los protagonistas de la más triste y hermosa historia de fidelidad que yo jamás pudiera imaginar. Juntos y solos, con los pies atados a la tierra, fieles hasta el final de sus días. Condenados a una ausencia perpetua, quién de los dos mentiría con un «voy» imposible, quién de los dos suplicaría un «ven» cruel e inútil. Palabras de árboles que se llevaría el viento, ese que les impedía tocarse.

Árboles en mitad del invierno, ¿no somos nosotros también un poco árboles en mitad del invierno?

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