Cuando yo era un crío me hice un norte y un sur con las manos. Fue un verano en el que llovió mucho a finales de agosto.
Me los hice, el norte y el sur, muy pequeñitos. Inmediatos. Todo un mundo en un paisaje apenas un poco más grande que un tiesto de geranios.
En el norte puse un río muy bonito, unos árboles que daban sombras y murmullos de hojas y os puse a vosotros. En el norte hablabais norte. Sonaba bien, me encantaba escucharos hablar norte.
El sur lo dejé casi vacío. Un montículo de tierra blanquecina, un camino por que el que llegar desde el norte y el mismo camino para poder volver a casa. Y como no me quedaba nadie a quien poner, en el sur me puse a mí. Y como no había nadie más que yo, en el sur no se hablaba nada.
Desde allí, apenas una loma flotando entre mares de cereal, se podía ver el norte. Nadie sabíais que existía mi sur pero como quedaba justo debajo del norte, cuando hablabais y sin saberlo, se os caían hasta allí muchas de las palabras que os decíais pero que no siempre alcanzabais a escucharos.
Palabras, trozos de conversaciones ininteligibles que veía caer desde el norte. Gotas de palabra que caían suavemente a mi alrededor e iban mojando la tierra de mi sur del anhelo, de la ilusión o del deseo con el que cargaban aquellas palabras que nunca nadie me dijisteis a mí.
Cuando empezó a acabar aquel agosto comenzó a llover. Llovió mucho y el río de mi norte creció y se lo llevó todo. Todos nos fuimos para siempre de aquel verano. Por la lluvia y porque a agosto se le acabó todo lo que tenía que darnos.
Nunca volví, ni a mi norte ni a mi sur. No sé muy bien si porque me fui muy lejos o porque no volví a moverme nunca. O porque seguramente al olvidarlos, norte y sur se deshicieron en el agua de un millón de lluvias.
Hace unos días alguien contó algo de aquel verano en el que tanto llovió a finales de agosto. Recordé mi norte y mi sur hechos a mano en un paisaje poco más grande que una maceta de geranios.
Y recordé las gotas de palabra bailando frágiles a mi alrededor antes de caer, empapándome de sentimientos a mí, sobre la tierra árida del sur.
Hoy recorro la orilla de un río queriendo creer que sí, que tal vez la lluvia infinita de todos estos años siga arrastrando viejas palabras desde el suelo de mi sur hasta este río que ojalá fuera el de mi norte.
Palabras que regresan flotando serenamente sobre el agua, al verano mágico en el que tanto llovió a finales de agosto.