¿Existe la fatalidad? ¿Existe un destino maldito que se adhiere a la vida de uno y se impone a cualquier voluntad?
Sí, nuestros actos tienen sus consecuencias, pero ¿por qué los mismos actos, las mismas voluntades conducen muchas veces a consecuencias tan diferentes? Bastan unos pupitres de distancia, un par de portales en la misma calle, un hermano arriba, un hermano abajo para que lo mismo tenga consecuencias incomparables.
¿Y si se tratara tan solo de la fatalidad?
La biografía del ciclista Luis Ocaña me fascina, muchas veces he pensado en el. Incapaz de aceptar normas, ni las suyas propias. Entregado hasta la obsesión a un objetivo; dejar de equivocarse. Demostrar al mundo que su empeño tenía recompensa. Que por fin una consecuencia grandiosa y benévola curara tanta herida. Como el jugador desesperado que apuesta y apuesta convencido de que esa última jugada es la que le salvará de la ruina en la que ya vive.
Pero cada golpe que Luis daba a la vida, le venía devuelto. Y cada golpe hacía más daño. El 12 de julio de 1971 lideraba el Tour de Francia. No podía esperar a Paris. Necesitaba demostrar ya que era mejor que su bestia negra: Eddy Merckx. En la bajada del Col del Mente, desoyendo todas las voces que le suplicaban que no arriesgara, se salió en una curva con otros corredores (también Eddy). Todos los implicados se levantaron. Todos menos Luis.
Las mismas voluntades, los mismos empeños. Pero solo Luis se retorcía de dolor. Y de la rabia de los perdedores que arrastran a un ganador anónimo en su alma.
Victorias en ausencia de enemigos, derrotas, todo tipo de derrotas. Arruinado, enfermo, debió de vislumbrar que un último acto le sería fiel. Con 49 años se descerrajó un tiro en la cabeza con su escopeta de caza. Nunca sabremos si sonrió satisfecho al ver su postrer e íntima victoria.
¿Existe o no existe la fatalidad?
Foto original: As.