Al caer la noche corro por las aceras de los largos paseos que bordean la ría. Me cruzo con desconocidos. Con los que vuelven cuando voy. Con los que van cuando vuelvo. No distingo sus caras ni se sus nombres. Las luces de la calle multiplican nuestras sombras.
El otro día me paré para hablar con los hombres del bote. Hacía ya días que los veía remar, siempre al anochecer, camino del pequeño embarcadero donde ahora amarraban la chalupa.
– ¿Qué hacéis?
– Venimos de rescatar sueños
– Ah!, ya, claro. ¿Y qué sueños rescatáis?
– Los de los corredores. Son miles, míralos. Todos corren soñando. Soñar con llegar, con hacer, con volver a hacer. Muchos de esos sueños acaban flotando en el agua, vencidos, vapuleados por la realidad, por el dolor, por el abandono. Por el miedo, muchos acaban flotando por el miedo. Sueños que nadie puede seguir soñando y que acaban hundiéndose para siempre en el fondo. Los hay a miles allí abajo, donde ya nadie los recuperará.
Sentí desazón, miré a los ojos a aquel desconocido, creo que me sonrojé un poco.
– Ya.
– Nos tenemos que ir –me dijo el otro mientras bajaba a tierra un enorme saco oscuro.
– Yo también.