Apenas hemos nacido la vida nos regala un pequeño saco. No hace falta pedirlo. Ni importa si queremos llevarlo encima o no. Todos tenemos nuestro pequeño saco.
Hay quien no descubre nunca que carga con el y también, quien conociendo lo que hay dentro no sabe ponerle nombre.
Pero todos lo llevamos cosido a la piel muy, muy cerca del corazón. Vaya que si lo llevamos. Hasta el último de nuestros días.
Es el saco de las ultimasveces. Ellas mismas irán viniendo a buscar su lugar en el saco para quedarse ya siempre con nosotros.
Sin habernos pedido permiso. Sin haber sido llamadas.
Ruidosas unas, silenciosas otras.
Algunas alegres, tristes muchas de ellas, las hay grandes y angulosas, tan pesadas que en ocasiones amenazan con rasgar la bolsa después de habernos rasgado el alma.
– …fue la última vez que hablé con el….
Y las hay pequeñas. Y mentirosas. Hay ultimasveces francas –es la última vez que te lo pido– y otras cobardes que nos engañan haciéndonos creer que son otra cosa. Pero son ultimasveces que sin darnos cuenta un día ya están en nuestro saquito. Y ya no se irán de ahí.
– Es la última vez que me voy, volveré pronto.
Hay ultimasveces que se nos vienen encima amenazantes y dará igual que corramos para no ser alcanzados, que nos escondamos temerosos. Nos darán caza, seguro. Y una ultimavez más nos marcará la vida y la llenará un poco más de ausencias llevándose quién sabe qué o a quién.
Hace unos días, cuando todavía la nieve cubría el bosque de Zuriza me pareció ver una ultimavez acechando mis pasos. Una sombra entre las sombras, un leve crujido en un cementerio de nieve entre árboles. Esquiva ella, asustado yo, no logré verla. Desesperado busqué en mi saco, sin saber si lo que creí sentir era una ultimavez o no.
Me esfuerzo en recordar.
Zuriza, la última nieve del último invierno, justo antes de que los rododendros llenasen de color las altas laderas. Gritos, risas y abrazos allí donde se abre el bosque en amplias praderas al sol.
Sí, ahora creo que sí. Era una ultimavez. Y ahora siento una pena enorme.