Trenes a ninguna parte

Cuando yo era un crío bajaba todas las tardes de verano a ver pasar un tren.
Era un tren ruidoso y humeante, un tren del que no sabíamos ni de dónde venía ni a dónde iba. No nos importaba.
Era un tren lleno de ilusión, de gritos de chavales al caer el sol, de pan con chocolate, de bicicletas BH, de poner clavos en las vías para hacer espadas. Era un tren de verano. Era un verano de niños.
Un día subí de la estación para no volver. Entonces no lo sabía, pero fue mi último verano.
Hoy he vuelto a bajar a aquella vieja estación y solo encuentro edificios ruinosos, vías a ninguna parte. Busco entre cascotes algo de todo aquello que un día dejé al subir de regreso a la nada, a terminar mi último verano, camino al invierno en el que todavía habito. Pero no hay nada, no queda nadie.
Y no puedo dejar de preguntarme a dónde fue el último tren. Cuál fue su último verano.
Quiero pensar que nadie se acordó de detenerlo en una última estación abandonada, que aquella locomotora de ilusión prosigue en un viaje infinito, y que por donde quiera que pase echando su humo, niños sin nombre seguirán viviendo veranos de pan con chocolate.
Aquí hoy todo es ruina y los viejos edificios parecen llorar tanto silencio, tanta ausencia.
Lágrimas verdes por aquellos veranos que nunca, nunca regresarán.