Perro y yo

Se llamaba Terri, pero yo le llamaba perro. Bueno, hasta que me enteré de que su nombre era ese, Terri. Pero eso fue casi llegando de nuevo a su pueblo, a su casa. Y ya nos daba igual.
Perro, Terri, salió todavía no se de donde mientras de mañana muy temprano yo dejaba las últimas casas de Brañosera de camino al monte. Alegre, adelante y atrás sin parar, olisqueando matas y piedras aquí y allá.

Feliz, creo, corría tras de mí cuando yo corría. Pícaro, seguro, se volvía a mirarme cuando yo, resoplando, dejaba de correr.
Pasado ya un buen rato y en una revuelta del camino vimos Perro y yo las casitas de Brañosera abajo en el valle. Se alzaban perezosos algunos humos y resonaban lejanos los sonidos del pueblo desperezándose: un tractor, una campana, un perro. Terri alzó sus orejas peludas girando levemente la cabeza. Le hubiera entendido, arriba siempre hay menos que abajo, por eso se me dibujó una sonrisa muy adentro cuando enseguida sentí tras de mí su carrera juguetona.

Entonces entendí que tenía que ser sincero y decirle lo de los cacahuetes. Estaba claro que Perro había decidido acompañarme y sentí que debía responderle. Sólo tenía una bolsa de cacahuetes para compartir y el paseo no pintaba ni corto ni fácil. Porque lo de los geles y la barrita energética no tuve fuerzas de contárselo. A las duras y a la maduras, amigos de verdad Perro y yo. Solo cacahuetes y a medias.

Recorriendo lomas de vistas infinitas, el viento enredado en su pelo negro, de una punta a otra corriendo unas veces, andando otras. Compartiendo los cacahuetes del Lidl al resguardo del aire entre eternos bloques de roca. No somos, no tenemos, más que lo que vivimos ahora. Ni antes ni luego. Ahora. Perro, creo, lo sabía muy bien. Por eso, también creo, estaba conmigo.

El círculo terminaba donde empezó y el final de nuestra historia de amistad también. Dejamos los neveros de las cumbres, ganamos las praderas y ya por caminos de personas volvimos a ver Brañosera, a escuchar sus sonidos, a cruzarnos con los otros. Y queriendo arrancar un segundo que llevarme de allí, pedí a Perro que se sentara frente a mí antes de entrar en el pueblo. Le rasqué justo ahí, encima de sus ojos color miel, que agradecidos se entrecerraban mirándome. No pude, no quise decirle nada. Estúpidos humanos, avaros hasta de momentos. Pasé una y otra vez la otra mano por su cabeza, era una caricia en toda regla.

Adiós Perro, adiós amigo.